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Roberto, sus 97 hijos y 23 esposas


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Roberto, sus 97 hijos y 23 esposas
Septiembre 22, 2014 10:09 hrs.
Periodismo ›
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Tuve la oportunidad de pasar unos días en el Valle de Tehuacán, Puebla, y ahí conocí a un personaje cuya vida me impresionó: tiene nada menos que 97 hijos, con 23 esposas y a sus 55 años de edad ya es bisabuelo.

Se llama Roberto, mide aproximadamente 1.65 de estatura y es de complexión robusta, sin llegar a la obesidad. Porta cinturón de pita y una sonrisa permanente.

Cuando lo conocí serían las cinco de la tarde y llegó a casa de mi anfitrión a llenar una pipa de agua: “para mis caballos”, dijo. Iba con un niño de alrededor de 10 años, flaco y musculoso. Callado. Casi no dijo palabra, pero sí actuó.

-¿Tú eres uno de los cuarenta y tantos hijos de Roberto?- le preguntó mi anfitrión al niño. Se quedó callado, pero el papá sí respondió:

-Noventa y siete, son noventa y siete, ni uno más ni uno menos-Volteó a ver al niño: –Ponles el corrido, hijo-. Regresó a nosotros: -“Este es uno de los dos corridos que me han dedicado”.

El niño sacó un celular con una cubierta dorada, como si quisiera ser de oro. Con destellos brillantes e imposible de pasar desapercibido. El niño oprimió unas teclas y del altavoz del teléfono móvil salió música de banda, grabada en estudio y voces, coros y metales.

El corrido narra la historia de Roberto, con sus 97 “descendientes” y su amor por los caballos. Su apego a la tierra y algunas anécdotas de ese hombre que nació en 1959 y que, como si fuera aquel “Pancho López” de la canción de los años cincuentas, había tenido una vida precoz, fructífera y positiva para la comunidad.

En la sobremesa estábamos tres mujeres, mi anfitrión y yo. Una de ellas no pudo vencer la curiosidad:

-¿Con cuántas mujeres tiene esos 97 hijos?-, le preguntó directamente.

-Con 23- le respondió llanamente, mientras otra voz femenina le inquiría:

-¿Y a todos los hijos los reconoce?

-A todos y a cada uno. Todos tienen escuela. Muchos hasta universidad. Son gente de bien.

-¿Y a las mujeres, también les responde? ¿Se conocen entre ellas?- preguntó, curiosa, una de las voces femeninas.

-A todas. Se llevan bien entre ellas. A veces nos reunimos y una hace de comer y las otras la ayudan. No hay envidias ni celos.

La voz del anfitrión interrumpió la tensión de un momento en el cual los oyentes teníamos un silencio petrificado.

-Roberto ¿Todavía sigues ayudando a la policía?

Respondió afirmativamente, aunque contó algunas diferencias con las fuerzas del orden de uno o dos de los municipios del valle y explicó detalles de cómo habían detenido hacía pocas semanas a unos ladrones.

Sacó una pistola. La mostró con presunción y la puso encima de la mesa. “Siempre ando armado, saben”, dijo dirigiéndose específicamente a las mujeres, por lo que más que un acto de violencia intimidatorio pareció una señal para mostrar su virilidad al sexo femenino.

La plática continuó tensa, a pesar de que mi anfitrión hizo lo posible por llevarla a un terreno más ligero, porque la pistola seguía encima de la mesa. Habló de caballos, de ladrones, de malosos, de siembras y hasta de negocios.

“Tengo un espectáculo de caballos, en el que los hago sentarse, pararse de manos, relinchar, reparar. Los hago que se acuesten a mis pies”, dijo orgulloso.

-¿Y con ese espectáculo mantiene a 23 mujeres y 27 niños?- preguntó otra vez una voz femenina.

-No –respondió- cada una de ellas trabaja para mis hijos.

Al hablar de repente pasaba sus manos por los genitales. Para refrendar su hombría, pidió que pusieran el otro corrido que le hicieron. El niño detenía el teléfono móvil casi estático y al mismo tiempo orgulloso de su padre y de que unos extraños escucharan la leyenda de su progenitor. Acabó la segunda canción y se despidieron.

La manita del niño –uno de los 97 hijos de Roberto- recorrió cada una de las manos de los presentes para despedirse.

Al irse, ya con menos tensión, mi anfitrión nos explicó que muchas de sus mujeres eran “microempresarias” y Roberto les había puesto su “pyme”. Una hace quesadillas, la otra vende pan. Algunas son empleadas de comercios. “Pero todas trabajan para mis hijos”, se quedó en mi mente la frase de Roberto.

Las palabras se nos habían ido de la boca. Un silencio muy profundo nos dominó. Así estuvimos hasta que me atreví a decirlo: “Me impresionó. No puedo creerlo”. El filósofo del metro pensó: Lo que es real existe, lo que no, pues no.

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