Magda Bello. Premio Internacional de Poesía Rubén Darío 2018 | Líderes Políticos

La Venus de los Perversos | Capítulo VIII


Más de algún refugiado prodigaban por entrar a su alcoba; en cambio yo, me escondía por debajo de la mesa

La Venus de los Perversos | Capítulo VIII
Septiembre 20, 2020 11:15 hrs.
Política ›
Magda Bello. Premio Internacional de Poesía Rubén Darío 2018 › Líderes Políticos

CAPITULO VIII

En uno de sus viajes a Estambul mi padre se enamoró de una joven natural de Turquía. Era improcedente desposarla por no ser mahometano ¿Cómo logró convencer a mis abuelos? Consintieron cuando les refirió que provenía de moros asentados en Venecia. Mi padre amó a mi madre hasta la fatídica hora de último suspiro. Mi madre conservaba la petulancia en su rostro, sus frágiles brazos parecían rosados listones, suponían que fuese mi hermana, por las risas que escuchaban cada mañana, la congoja duró muy poco, señores banqueros, terratenientes y más de algún refugiado prodigaban por entrar a su alcoba; en cambio yo, me escondía por debajo de la mesa, cubría mis oídos por no escuchar llantos, golpes en las paredes, latigazos, aquella sodomía rebasaba el límite de los placeres y cuando la puerta de su habitación se abría de par en par, su inmaculado rostro florecía frente a mí, similar Diana; sus ojos amoratados, sus manos laceradas como atada a un poste. Repudié a esos malditos.

- Señor, ahorraos describir ese hecho bochornoso- Por supuesto que mis lágrimas corrían ante aquella cruel confesión. No soporté escuchar su lasitud, aquella mirada rígida, escarbando pesadumbres a una casualidad vivida en circunstancias similares. Este anciano, calentaba su esqueleto con las lenguas de fuego de la chimenea y reanudó su historia:
- Un inclemente turbión azotó la región, tuvimos la inesperada visita de un marroquí, por su aspecto libertino parecía provenir del sur de África, henchido de un ropaje ennegrecido, soportaba en sus hombros un conjunto de pergaminos. A este, mi madre dio albergue, diario nos enseñaba una rara doctrina, de un tal mártir llevado a la hoguera, llamado Juan Huss.

Desde entonces nuestra pequeña morada congregaba a seguidores de aquel movimiento subversivo, religioso. El objetivo era difundir su doctrina por toda Venecia incluyendo los límites con Francia. Aquellos tratados no eran tan piadosos, más que todo incriminaba los brutales abusos económicos de la iglesia a un pueblo indocto dominado por la ignorancia. Habitaba asustado, la Santa Iglesia de Roma condenaba estos actos de autonomía, llamada ’herejía’ penado con la hoguera, la guillotina o comúnmente la horca.

Mi madre murió la noche del 28 de octubre, el mismo día que conoció al hombre que cambió su tradición católica medieval por una devoción innovadora. Cerró sus ojos, mi mundo se achicó al tamaño del puño, antes me dijo: ’Ubaldo es casi un precepto, vete a Jerusalén. En el barrio armenio encontrarás a un joven bautizado con el nombre de Lucca, él te enseñará lo que debes aprender de la sana doctrina, te consagrará al servicio de la obra; al ministerio encomendado’.

No probé bocado durante semanas, mi madre había muerto de fiebre amarilla. La lloré hasta desmayar, la enterré junto a la sepultura de mi padre. Ese mismo año viaje hacia Jerusalén tal como mi madre me habia ordenado, ahí conocí al hermano Lucca, un joven fenicio seguidor de los apóstoles primitivos y en un periodo de dos meses fui su discípulo, bautizado en el nombre de Jesús, adiestrado con los pergaminos sagrados de un monje alemán, Juan Huss. Mis entrañas se conmovían al escuchar los relatos de los apóstoles, cruelmente masacrados por emperadores romanos, algunos de ellos fueron aserrados, lanzados a leones encargados desde Sudáfrica, quemados, crucificados, envenenados con el brebaje que contaminaba las aguas en las comunidades cristianas, contagiándolos de una extraña lepra avanzada que supuraba su cuero cabelludo hasta comer su epidermis, abandonados a su suerte en las cavernas de los condenados, algunos sobrevivieron pero muchos sucumbieron a las bulas papales. Regresé a Venecia, Lucca me encomendó la arriesgada labor de distribuir tratados en los mercados, las plazas, puentes, buques. A veces me escurría por la calle de San Polo donde holgaban las cortesanas. Estas cartillas impugnaban los cánones y credos que la Santa sede de la Iglesia a través de sus concilios han impuesto a sus practicantes; nadie sospechaba de mí, hasta ese momento era un creyente clandestino de la doctrina husita, aún recuerdo la primera publicación, esta contradecía las indulgencias como pago del favor divino. Quise honrar la memoria de mi madre, distribuyendo tratados por toda Venecia, no dificultaba mi labor de pintor ante el clero de la basílica de San Marcos, como he dicho mi dedicación es con el lienzo. Por este día no añado más’-
A mi juicio el anciano quería llegar más allá de mi pedido, no era necesario socavar su vida, tan solo conocer si ’La Venus de los Perversos’ era una obsesionada utopía, con esto no he puesto en tela de duda la veracidad de su historia, mis expectativas sobre la autenticidad de la pintura, el misticismo que le rodea, todo esto….Por esfumarse. Insatisfecho, arregostado al borde de su litera, era el segundo martes de un gélido diciembre, sus labios rígidos, su voz acompasada, la iris de sus ojos coaguladas, por si fuera poco sus manos convulsas cubriéndose en las mangas negras.

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