El abominable “juego” del hombre

Carlos Ferreyra/

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El abominable “juego” del hombre


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El abominable “juego” del hombre
Julio 11, 2014 10:15 hrs.
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Carlos Ferreyra/ › todotexcoco.com

Cada vez que tengo ocasión explico por qué no me gusta el futbol, lo que puedo resumir para no hacérsela cansada al lector en una idea: porque se trata de un negocio, de ninguna manera de un deporte, mucho menos una diversión.

Los futbolistas no son personas, son objetos que se trafican igual que se adquiere un automóvil, si es clásico o de colección valdrá más, aunque ya esté a las puertas del deshuesadero. Son subastados, valuados como reses en matadero y detrás de ellos hay una organización más poderosa que las Tríadas chinas, los Yakuza japoneses, la Ndragheta napolitana o las instituciones financieras internacionales.

Así de temible es la Federación Internacional de Futbol Asociación, FIFA en términos coloquiales, que impone muchas condiciones para otorgar sede para determinados campeonatos –no sólo mundiales—sino que ordena a las naciones favorecidas mediante inconcebibles cifras económicas, las formas, fechas y lugares donde deban celebrarse los encuentros entre las dizque selecciones nacionales.

En teoría la institución nació para ordenar el mundo creciente del deporte de las patadas y para imponer reglas que igualen a los participantes en el organismo. Pero al paso del tiempo, y vista su apropiación por sujetos de enormes fortunas surgidas del tráfico humano, la FIFA se ha convertido en pandilla, mara, ganga, patota, gavilla, cuadrilla o caterva de directivos vándalos depredadores del juego y sus practicantes profesionales.

Nunca antes, como ahora, se descararon al grado que desde la calificación tramposa de México, cuando estaba fuera del torneo y se maniobró para que entrara a una especie de rifa arreglada, hasta la despreocupada intervención de los árbitros para garantizar finales propicios marcando penales inexistentes, dejando pasar faltas graves, la peor el rodillazo asesino contra un jugador brasileño, que quedó fuera del juego y en observación hospitalaria.

La jugada se hizo sin balón por medio, artera, pero ni para el árbitro ni mucho menos para la FIFA el agresor que estuvo a punto de volver inválido a un sujeto que se gana la vida correteando una pelota, recibió una reconvención, un regaño, una expulsión. Nada, el juego iba como debería de acuerdo con las prevenciones financieras de los dueños de la Federación. ¡Ah! Pero a otro, mordelón, le aplican toda la ley de ellos y lo expulsan virtualmente de su oficio.

Sucesivamente presenciamos el desarrollo de un torneo en el que se trataba de que dos continentes, América y Europa, se enfrentaran en la fase final. Y que en el juego final también chocaran los dos más grandes fabricantes y vendedores de ropa deportiva, patrocinadores uno y otro de equipos de cada región: Adidas, Europa, y Nike, Estados Unidos para no afirmar que se trata de América.

Presenciamos casos clínicos como la derrota de Brasil, a quien los propios cariocas daban como campeón que para eso habían hecho su mundialito. La reacción de los aficionados, que no tuvo desperdicio ante las derrotas de México y del propio anfitrión, fue no sólo desmedida sino digna del análisis de sociedades enfermas.

Después de todo Brasil la libró, pero ahora deberá enfrentar sus fantasmitas: la caída de la credibilidad de su presidente, Dilma Roussef y de su protector y amigo, Inazio da Silva, Lula; seguramente perderán la anhelada reelección, y deberán enfrentar el endeudamiento para levantar los estadios que ahora quedarán inservibles por los siglos de los siglos. Amén.

En México, ¡increible! dimos por supuesto que llegaríamos a donde nunca antes alcanzamos. Los sabios comentaristas deportivos repitieron hasta el cansancio la fórmula útil cada torneo de este tipo: jugamos como nunca, perdimos como siempre.

Los jugadores, inmersos en la fama, el recibimiento de héroes que les dio la afición, declararon sin pudor su inminente éxodo a las ligas europeas y hasta se dieron el lujo de informar cuáles serían los equipos en los que pensarían militar. Pero pasaron de ratoncitos verdes a piojosos verdes sin darse cuenta, desde luego.

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