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Presente lo tengo yo

El fin del mundo

Armando Fuentes Aguirre ’Catón’

El fin del mundo
Junio 22, 2020 00:06 hrs.
Periodismo ›
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Seguramente habrá quienes recuerden al padre Ricardo Racines Uriarte. Llegó a Saltillo a fines de los cincuentas o principios de la siguiente década, y estuvo un tiempo aquí. Entiendo que vino como profesor del Seminario.

Era español ese sacerdote, o al menos tenía traza de tal. Ceceaba al hablar, y ceceaba también al actuar. Quiero decir que su conducta no era la de un cura mexicano. Por ejemplo, una de las primeras cosas con que nos asombró fue pedirnos que le habláramos de tú. En aquel tiempo muchas personas -mujeres, niños, hombres maduros y aun ancianos- besaba todavía la mano a los sacerdotes, de modo que nos sorprendió mucho aquella petición de partir el turrón. Así se decía cuando dos personas acordaban hablarse de tú.

Al padre Racines le gustaba mucho tomar el café y conversar. Lo hacíamos cotidianamente en el precioso merendero que los Mena, Ernesto y Jesús Carlos, tenían junto a la panadería en donde todavía se elabora el riquísimo pan de pulque que ha dado fama a su establecimiento y a Saltillo. Ahí charlábamos con Ricardo hora tras hora. Hablaba él de cosas de religión y nosotros –Gustavo Solís, Guillermo Stanley, yo- de cosas mundanas. Ambos temas son muy interesantes.

A veces la tertulia se prolongaba hasta altas horas de la madrugada. Guardo el recuerdo de una noche que se nos hizo casi día. Pasaban ya las 4 de la madrugada cuando fuimos a llevar a Ricardo al Seminario, donde se alojaba. La puerta del recinto estaba ya cerrada, y nadie acudió a abrir cuando él llamó. Acercamos entonces a una barda lateral la camioneta en que íbamos. Él subió al techo del vehículo y saltó luego la tapia con agilidad gatuna como colegial travieso que hubiera escapado por un día del colegio donde estaba interno.

Ricardo escribió un libro cuyo nombre es ’1969 y el fin del mundo’. Alguien por ahí ha de tenerlo todavía. En su obra el padre Racines vaticinaba una gran catástrofe que habría de ocurrir en ese año tan sugestivo. No indicaba precisamente cuál catástrofe sobrevendría, y como sucedieron muchas en todo el mundo la profecía se cumplió a cabalidad.

La obra contiene un capítulo muy interesante. En él narra Ricardo que en cierta ocasión fue a un pequeño poblado de Coahuila, no recuerdo cuál: Nueva Rosita, Cloete, Las Esperanzas, Agujita, Palaú, alguno de esos lugares carboníferos. El caso es que cuando llegó no había alojamiento disponible, y el párroco le dispuso un catre en la sacristía del templo.

Dormía profundamente Ricardo aquella noche cuando lo despertaron fuertes golpes que alguien daba en la puerta del templo. Fue a abrir y se vio frente a un joven que le dijo que iba a emprender un largo viaje, pero no quería irse sin antes hacer confesión general de sus pecados. Lo confesó el padre, y el joven se retiró. Para poner más dramatismo en el relato diré que se perdió en las sombras de la noche.

Al día siguiente Ricardo le contó al párroco lo sucedido. El cura se sorprendió bastante al oír el relato, y preguntó a Racines cómo era el muchacho, y de qué modo iba vestido. Hizo la descripción Ricardo. Entonces el párroco le dijo que aquel joven minero había muerto días antes en un derrumbe de la mina, en cuyo fondo quedó enterrado para siempre. Había confesado a un muerto, a un alma en pena. En este punto un calosfrío debe bajar por la espina dorsal de los lectores. Si no baja es porque su espina dorsal no es buena para que por ella bajen calosfríos.

Se fue de Saltillo el padre Racines. Años después me lo topé en la avenida Juárez, frente la Alameda de la Ciudad de México. Había cambiado mucho -o había cambiado yo- y aquello fue como el encuentro de dos extraños. Unas breves palabras de saludo y luego:

-Adiós.

-Adiós.


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